Ella siempre había soñado con el mar. Desde niña, le fascinaban las criaturas marinas, los arrecifes de coral, las profundidades misteriosas. Quería explorar ese mundo, sentirse parte de él, respirar bajo el agua.
Cuando cumplió 18 años, se apuntó a un curso de buceo y se compró su propio equipo: una máscara de buceo, un regulador, un chaleco hidrostático, un traje de lycra ajustado en su piel desnuda y un cinturón de plomos. Se sentía feliz cada vez que se ponía el equipo y se sumergía en el agua. Era como entrar en otro universo, lleno de vida, belleza y un placer erótico que no quería dejar nunca.
Pero no podía bucear todo el tiempo. Tenía que trabajar, estudiar, hacer otras cosas. Y eso la frustraba. Quería estar siempre en el mar, sentir la presión del agua en su cuerpo, escuchar el sonido de su respiración. Así que empezó a hacer algo extraño: se ponía el equipo de buceo en casa.
Al principio, solo lo hacía por diversión. Se ponía la máscara y el regulador y fingía que estaba buceando en su sofá. Luego se puso el traje de lycra y el cinturón y se tumbaba en el suelo. Se imaginaba que estaba en el fondo del mar, rodeada de peces y corales. Respiraba profundamente del aire comprimido que llevaba en una pequeña botella, siempre terminaba masturbándose intensamente sin dejar de respirar y gemir todo el tiempo.
Pero pronto se convirtió en una obsesión erótica. No podía estar sin su equipo de buceo. Lo llevaba puesto todo el tiempo, incluso para dormir. Se aisló del mundo exterior, solo le interesaba el mundo submarino. Dejó de trabajar, de estudiar, de ver a sus amigos. Solo quería bucear, de sólo pensarlo su clítoris palpitaba con fuerza buscando el roce con la lycra ajustada.
Un día, decidió que ya no quería volver a salir del agua. Se fue a la playa con todo su equipo y se metió en el mar. Nadó hasta alejarse de la costa y se sumergió lo más profundo que pudo. Se quedó allí, mirando el azul infinito, sintiendo la paz y la libertad que tanto anhelaba.
Y nunca más volvió a salir.
