Isabel, nunca
bucees sola
Viernes
26 de julio, doce y media de la mañana, Isabel acaba de fijar el regulador en la grifería de su botella y
se sitúa en la borda de su pequeña
lancha para colocarse el equipo ligero. No es la primera vez que acude a
ese lugar, escasamente frecuentado por otros pescadores submarinos a algo más
de una milla del puerto, pero sí la primera vez en su vida que va a utilizar
botella para pescar, aún a sabiendas de que esta prohibido. La pasada semana
logró ver un formidable mero de más de cuarenta kilos en una cueva a
dieciocho metros de profundidad y desde
entonces no se lo ha podido quitar de la cabeza. Nunca, en sus más de doce años
de experiencia como cazasub, ha cogido un pez de tal calibre y no esta
dispuesta a dejar pasar la ocasión. Isabel es una experta buceadora y la práctica
de ambos deportes le han dotado de un cuerpo espectacular que despierta la
admiración tanto de hombres como de mujeres. Estatura media, esbelta, de larga
cabellera negra azabache, atlética, con unos pechos y unas caderas que gusta y
sabe lucir en todo momento, lleva en este momento un minúsculo bikini de color
negro que realza aún más su espléndida figura y a duras penas puede contener su
exuberante pecho, el cual parece aun más firme cuando se coloca el arnés que
sujeta la máscara.
Tras
un breve instante para comprobar la presión en el manómetro, Isabel se arroja
por la borda de espaldas al agua, notando de inmediato la frescura del
Mediterráneo en su bronceada piel e iniciando con calma el descenso a las
profundidades en busca de la cueva. Normalmente Isabel suele utilizar un traje
corto de neopreno para pescar, pero en esta ocasión, no sabiendo muy bien
porqué, ha decidido prescindir de él.
Al
cabo de unos minutos alcanza la boca de la cueva donde vio la preciada pieza.
La cueva tiene todas las características típicas de la zona, boca estrecha,
tubo largo con recovecos y comunicación con otras cuevas, en definitiva, un
laberinto muy peligroso para quien se adentra más allá de lo debido. Isabel lo
sabe bien y tiene especial cuidado, no dejando en sus incursiones nunca de
vista la salida de la cueva. Nada más llegar a la boca, Isabel se sitúa en la
parte superior izquierda de la misma, oculta tras unas rocas, al objeto de no
denotar su presencia al mero. Una vez cerciorada que el pez no esta a la vista,
coge la linterna con la mano izquierda, la enciende y, empuñando con la otra el
arpón, se adentra sigilosamente en la cueva. Nada más entrar, a unos tres
metros divisa el mero. Grande, imponente, casi majestuoso, dando la espalda a Isabel
quien, no pudiendo creer en su buena suerte, apunta cuidadosamente y dispara,
acertando de pleno en la cabeza del mero. Este, sorprendido y rabioso tras
sentirte herido, de un fuerte coletazo se adentra en la caverna, cegando momentáneamente
toda visión por culpa de la arena del fondo.
Isabel,
sin dudarlo, consciente de lo letal del disparo y excitada por la captura, se
lanza en busca de la presa a toda velocidad. De repente, sin darse cuenta se ve
detenida bruscamente por un fuerte golpe que la arroja contra el fondo de la
cueva. Ésta se estrecha de tal modo que impide el paso de la buceadora con la
máscara. Isabel tras percatarse de ello, duda un momento, pero tras ver al
animal herido al fondo del túnel, en una especie de cámara que forma un
ensanchamiento de la cueva, se decide. Retrocediendo hasta la entrada, se
despoja de la botella y, después, de inspirar profundamente en un par de
ocasiones, se adentra por el túnel con cuidado. Isabel tiene muy buena apnea,
cercana a los tres minutos, por lo que no ve especial dificultad en sacar la
pieza hasta la boca de la cueva.
Una
vez dentro de la cámara, Isabel se acerca al mero, el cual no da señales de
vida, quieto en una esquina y, agarrándolo por el arpón, se da la vuelta con el
en busca de la salida. El animal es más grande de lo que creía en un principio,
lo que la hace sonreír, llena de gozo a pesar de que su desplazamiento es más
costoso de lo en un principio preveía. De repente sucede algo inesperado. En
medio del túnel el arpón se clava en la pared, haciendo girar a la presa que
lleva delante de sí y taponando por completo el túnel. Al percatarse de ello, Isabel
suelta el arpón y se dirige a coger la cola del animal cuando éste, de modo
espasmódico comienza a coletear con una fuerza tal que obliga a la buceadora a
retroceder hasta la cámara.
Repuesta
de inmediato de la sorpresa, observa con horror que la salida esta bloqueada
por un ser monstruoso que parece haber recobrado vida con la aviesa intención
de matarla como justo castigo por haberle arponeado. En un momento debe decidir
sí insiste en salir por el túnel o buscar otra salida de la cámara que conduzca
al exterior. Apremiada por la angustia, Isabel, en un rápido ademán lleva la
mano a la pantorrilla en busca del acerado cuchillo que siempre lleva consigo
en sus inmersiones de pesca. Tras asirlo fuertemente, carga contra el monstruo
que, boqueando de manera siniestra le espera en el túnel.
Dos,
tres, cinco puñaladas..., el animal es inmune a cuantos esfuerzos hace Isabel
por alcanzar la botella y permanece allí, en el túnel, sangrando y boqueando
mecánicamente; parece entender que su agresor está próximo a morir. Y no se
equivoca; Isabel, con un rictus que mezcla miedo y dolor, nota que sus pulmones
están ardiendo.
Desde que
inspiró su última bocanada han transcurrido cerca de dos minutos y el esfuerzo
y la angustia le exigen con urgencia aire. Desesperada, dando por inútil la
batalla, Isabel vuelve a la cámara en busca de otra salida y empieza a recorrer
con la linterna todos los recovecos de la misma, hasta que detecta un hueco
similar al que ahora tapona su presa.
Notando las primeras contracciones de su vientre musculado, se lanza a través
del hueco, en un intento desesperado por salvar su vida. No sabe que encontrará
a la vuelta de cada recodo pero sabe que, sí no encuentra allí la salida de la
cueva, se ahogará inexorablemente.
Las
contracciones se hacen cada vez más intensas y Isabel aprieta los dientes con
más fuerza para no ceder a su deseo de abrir la boca en busca de un aire
inexistente. Todo su cuerpo está lleno de arañazos por los golpes que se va
dando mientras avanza por la cada vez más angosta cueva cuando, a lo lejos,
logra divisar una pequeña luz. En el límite de sus fuerzas, Isabel logra
alcanzarla y ¡gracias a Dios, es una salida!. Sin pararse a ver donde puede
estar su máscara, la joven, nada más salir de la cueva, aletea furiosa
buscando la superficie. Son unos largos dieciocho metros, quizás demasiados
para las exiguas fuerzas de Isabel. Braceando sin control, aún le quedan ocho
metros cuando, sin poder ya más, Isabel abre la boca para respirar, tragando
mucha agua. Sus pulmones se revuelven dentro de su pecho de manera enloquecida,
amenazando con estallar como las venas de su cuello. A punto de perder el
conocimiento, Isabel logra, por fin, llegar a la superficie con la suerte, tan
esquiva hasta ahora, de salir junto a su embarcación y poder asirse al cabo del
ancla. Tumbada boca arriba sobre la cubierta de la motora, Isabel lleva más de una hora mirando al cielo sin saber
muy bien cual va a ser su siguiente paso. Hay algo que sí tiene claro y que en
el futuro nunca olvidará: no volverá
jamás a bucear sola.
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